martes, 11 de marzo de 2025

 A veces, cuando la rutina me abrazaba con su silencio y el tedio me arrastraba, era en esos instantes cuando más deseaba ir a verte.

No sabía qué buscaba exactamente, solo sabía que había algo en tu presencia que me llamaba, que me reclamaba sin pedir permiso. Algo en tu esencia que me atraía como un imán.

Algunas veces, cuando llegaba, te encontraba rodeada de almas dispersas, otras, en cambio, te hallaba completamente sola, desnuda de compañía. Podrías pensar que al verte entre otras personas, me invadían los celos, pero no fue así. Es más, creo que cuando estabas rodeada, me fascinabas aún más. Así somos los hombres enamorados, ¿no? Perdidos en el hechizo del amor, tan incapaces de entender nuestras propias emociones. Nunca llegué a saber qué me cautivaba más, si encontrarte en soledad, o entre voces y risas ajenas. Ahora entiendo que todo dependía del viento que soplaba en mi alma en ese momento. Lo curioso es que, cuando estabas sola, me volvía más callado, más introvertido, como si, en tu solitaria quietud, me pertenecieras, aunque sabía que no era así. Y, sin embargo, en esos momentos sentía que solo yo existía para ti.

Iba a verte sin necesidad de razón alguna, como el que busca una estrella fugaz sin esperanza de encontrarla. No necesitaba un reloj ni un calendario, porque la magia de tu luz no sabía de horarios. Por las noches, tu resplandor era una promesa que incitaba al deseo, un susurro callado que hablaba de lo prohibido. Por las mañanas, tu rostro mostraba las huellas de batallas luchadas en la oscuridad, de historias no contadas, pero aún así, me cautivabas. Y, a pesar de todo, no importaba. Siempre volvía a ti, sin importar el cansancio ni el tiempo. Nuestro amor era un amor de calle, sin dueño, sin reglas, solo el eco de nuestras vidas cruzándose en cada rincón.

Me fascinaba tu simplicidad, tu capacidad de ser sin artificios. No necesitabas ostentar grandeza, pero cuando decidías ser la más elegante, la más cosmopolita, nadie podía opacar tu luz. Sabías cuándo y cómo brillar, y esa transformación me llenaba de admiración.

Y a pesar de los amigos extraños que llegabas a tener, esos que me desbordaban de inquietud, nunca me hiciste sentir fuera de lugar. No, tú me recibías con tus brazos abiertos, y en tus abrazos me encontraba, como si, en tu caos, también hubiera un espacio para mí. Al final, llegué a entender que yo era el extraño, el que no sabía adaptarse a tu mundo, pero tú nunca me exigiste cambiar. Me gustaba ir a verte porque, a tu lado, siempre encontré un refugio, un rincón donde perderme y volver a encontrarme.

Me gustaba ir a verte, incluso cuando el dinero escaseaba en mis bolsillos, cuando el café que te ofrecía era todo lo que podía darte. Tú nunca pediste más, nunca me exigiste nada que no pudiera ofrecerte. Eso era lo que más me cautivaba de ti, tu capacidad de adaptarte, de hacer de cualquier momento una eternidad, sin esperar nada a cambio.

Las noches a tu lado eran infinitas. Nunca sabíamos cómo comenzaban, y menos aún cómo terminaban. Bebimos todo lo que pudimos, vimos todo lo que nuestra vista alcanzaba a abrazar. Hubo noches fugaces, noches que se escurrieron entre nuestros dedos, y otras, intensas y prolongadas, como si el tiempo se hubiera detenido en nuestro abrazo. Al final, aunque agotado, siempre volvía a ti, porque en tu presencia el cansancio se desvanecía como la niebla al amanecer.

Por eso… A veces, cuando el aburrimiento me desgastaba, era a ti a quien más deseaba ver.

No sabía por qué, ni qué buscaba en tu abrazo, pero nunca dejé de ir, nunca dejé de buscarte.

Ahora, al mirar atrás, me doy cuenta de que debí haberte visitado más, 

mi querida Malasaña.

Mi barrio de Malasaña...




No hay comentarios: